El camino a casa
EL SERMÓN EN LAS GRADAS

Historia 15 – Hechos 21:17-22:29
Cuando Pablo y sus amigos llegaron a Jerusalén se reunieron con la iglesia de esa ciudad. Les dieron la ofrenda que los gentiles habían juntado para los judíos creyentes que estaban en necesidad. El apóstol Santiago, el hermano del Señor, les dio a Pablo y a sus amigos una calurosa bienvenida, y alabó a Dios por todo el buen trabajo hecho con los gentiles. Una semana después, Pablo estaba adorando en el templo, y unos judíos de Éfeso lo vieron. De repente, alborotaron a toda la multitud y aprendieron a Pablo, gritando: “¡Israelitas, ayúdennos! Este es el individuo que andaba por todas partes enseñando a toda la gente contra nuestro pueblo, nuestra ley y este lugar. Además, hasta ha metido a unos gentiles en el templo, y ha profanado este lugar santo.” Cuando Pablo entró a la ciudad con su amigo de Éfeso que no era judío, pensaron que Pablo había metido a su amigo gentil en el templo. Los judíos replicaron y comenzaron un alboroto en toda la ciudad. Sacaron a Pablo arrastras del templo y estaban a punto de matarlo; cuando se le informó al comandante del batallón romano que toda la ciudad de Jerusalén estaba haciendo mucho escándalo. En seguida tomó algunos centuriones con sus tropas y bajó corriendo hacia la multitud. Al ver al comandante y a sus soldados, los amotinados dejaron de golpear a Pablo. El comandante se abrió de paso, lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Luego preguntó quién era y qué había hecho. Entre la multitud cada uno gritaba cosa distinta. Como el comandante no pudo averiguar la verdad a causa del alboroto, mandó que llevaran a Pablo al cuartel.

Cuando Pablo llegó a las gradas, los soldados tuvieron que llevárselo rápidamente porque la multitud estaba muy violenta. El pueblo en masa iba detrás gritando: “¡Que lo maten!” Cuando los soldados estaban a punto de meterlo en el cuartel, Pablo le preguntó al comandante en su propio idioma griego: “¿Me permite decir algo?” El comandante se sorprendió de Pablo y le dijo: “¿Hablas griego; no eres el egipcio que hace algún tiempo provocó una rebelión y llevó al desierto a cuatro mil guerrilleros?” Pablo le respondió: “No, yo soy judío, natural de Tarso en Cilicia, no es una ciudad ordinaria. Por favor, permítame hablarle al pueblo”. El comandante quería saber más de Pablo, así que lo dejó que hablara. Pablo se puso de pie en las gradas e hizo una señal con la mano a la multitud. Todos querían oír, así que guardaron silencio. Pablo no les habló en griego como le había hablado al comandante; les empezó a hablar en hebreo, el idioma de ellos, el cual les encantaba oír. Al escuchar que Pablo les hablaba en hebreo, le prestaron más atención. Pablo les dijo:

– Padres y hermanos, escuchen ahora mi defensa. Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad. Bajo la tutela de Gamaliel recibí instrucciones completas en la ley de nuestros antepasados y fui tan celoso de Dios como cualquiera de ustedes lo es hoy en día. Perseguí a muerte a los seguidores del Camino de Cristo, arrestando y echando en la cárcel a hombres y mujeres por igual, así lo pueden atestiguar el sumo sacerdote y todo el consejo de ancianos. Incluso obtuve de parte de ellos cartas de extradición para nuestros hermanos judíos en Damasco, y fui allá con el propósito de traer presos a Jerusalén a los que encontrara, para que fueran castigados. Sucedió que a eso del mediodía, cuando me acercaba a Damasco, una intensa luz del cielo relampagueó de repente a mi alrededor. Caí al suelo y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” “¿Quién eres Señor?”, pregunté. “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues”, me contestó él. Los que me acompañaban vieron la luz, pero no reconocieron la voz del que me hablaba. “¿Qué debo hacer, Señor?”, le pregunté. El Señor dijo: “Levántate, y entra en Damasco. Allí se te dirá todo lo que tienes que hacer”.

– Mis compañeros me llevaron de la mano hasta Damasco porque el resplandor de la luz me había dejado ciego. Vino a verme un tal Ananías, hombre devoto que observaba la ley y a quien respetaban mucho los judíos que vivían allí. Se puso a mi lado y me dijo: “Hermano Saulo, ¡recibe la vista!” Y en aquel mismo instante recobré la vista y pude verlo. Luego dijo: “El Dios de nuestros antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad, y para que veas al Justo y oigas las palabras de su boca. Tú le serás testigo ante toda persona de lo que has visto y oído.” Cuando volví a Jerusalén, mientras oraba en el templo tuve una visión y vi al Señor que me hablaba: “Vete; te enviaré a los gentiles”– La multitud estuvo escuchando a Pablo hasta que pronunció esas palabras. Entonces levantaron la voz y gritaron: “¡Ese tipo no merece vivir!” Como seguían gritando, tirando sus manos y arrojando polvo al aire, el comandante ordenó que metieran a Pablo en el cuartel. Mandó que lo interrogaran a latigazos con el fin de averiguar por qué gritaban así contra de él. El comandante no entendía hebreo, así que no sabía lo que Pablo les había dicho.

Cuando lo estaban sujetando con cadenas para azotarlo, Pablo le dijo al centurión que estaba allí: “¿Permite la ley que ustedes azoten a un ciudadano romano antes de ser juzgado?” Al oír esto, el centurión fue y avisó al comandante: “¿Qué va a hacer usted? Resulta que ese hombre es ciudadano romano.” El comandante se acercó a Pablo y le dijo: “Dime, ¿eres ciudadano romano?” Pablo le contestó: “Sí, lo soy.” El comandante le dijo: “A mí me costó una fortuna adquirir mi ciudadanía.” Pablo replicó: “Pues yo la tengo de nacimiento.” Los que iban a interrogarlo se retiraron en seguida. Al darse cuenta de que Pablo era ciudadano romano, el comandante mismo se asustó de haberlo encadenado. Nadie tenía derecho de encadenar a un ciudadano romano sin haber tenido un juicio, así que llevaron a Pablo al cuartel sin hacerle daño alguno.