Jesucristo – su vida y enseñanzas
EL PESEBRE DE BELÉN
Historia 2 – Mateo 1:18-25; Lucas 2:1-39
Después que Juan el Bautista hubiera nacido, José el carpintero de Nazaret y esposo de María, tuvo un sueño. En su sueño vio un ángel del Señor que le dijo: “José, he venido para decirte que María con la que te casarás, tendrá un hijo concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, que significa, “salvación”, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. José sabía que el niño iba a ser el rey de Israel, del que los profetas del Antiguo Testamento habían hablado muchas veces.
José y María se habían casado en Nazaret, cuando el emperador Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el imperio romano. Tenían que regresar a su lugar de origen para inscribirse en una lista, cada cual a su propio pueblo. El emperador quería tener una lista de toda la gente que estaba bajo su poder. José y María eran descendientes del rey David, así que tuvieron que subir de Nazaret a Belén para inscribirse los dos juntos. Belén en Judá estaba como a veinte kilómetros de Jerusalén; Belén fue donde David nació y donde la familia había vivido por muchos años. El viaje de Nazaret a Belén era muy largo; tenían que bajar por las montañas al río Jordán, y después de recorrer el Jordán tenían que subir a las montañas de Judá hacia Belén. Cuando llegaron a Belén había mucha gente tratando de inscribirse en la lista. Los hoteles o posadas estaban llenos, no podían encontrar donde quedarse. Solamente ellos sabían que la muchacha iba a ser la madre del Señor de toda la tierra. No les quedó más remedio que ir a un establo donde dormía el ganado. Ahí, nació el niño y lo acostaron en un pesebre, de donde las vacas y los bueyes comen.
Esa misma noche cerca de Belén, había unos pastores en un campo con sus ovejas. De repente, un ángel del Señor se les apareció; se llenaron de miedo al ver la gloria del ángel, y éste les dijo: “No tengan miedo. Miren que les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es el Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. De repente apareció una multitud de ángeles del cielo, que alababan a Dios y decían: – Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad.
Así como vieron a los ángeles, desaparecieron; y se dijeron unos a otros: “Vamos a Belén, a ver esto que ha pasado y que el Señor nos ha dado a conocer”. Así que fueron de prisa y encontraron a María y a José el carpintero de Nazaret, y al niño que estaba acostado en el pesebre, les contaron lo que les habían dicho acerca de él, y cuanto lo oyeron se asombraron de lo que los pastores decían. María, la madre del niño, no dijo nada; guardaba todas estas cosas en su corazón y meditaba acerca de ellas. Los pastores regresaron a sus ovejas glorificando y alabando a Dios por las nuevas noticias que habían recibido.
Cuando el niño tenía ocho días de nacido, le dieron el nombre de “Jesús”, que significa, “salvación”; tal y como el ángel les dijo a María y a José. El mismo nombre les indicaba la misión del niño para con el mundo; él traería salvación para todos. Según la ley judía, después del nacimiento de un niño, tenían que llevarlo al templo para que hiciera una ofrenda al Señor, como indicación que el niño le pertenecía al Señor. Si el hombre era de dinero, ofrecía un cordero para el sacrificio; pero si el hombre era pobre, ofrecía un par de pichones para el sacrificio. Cuando Jesús tenía cuarenta días de nacido, José y María lo llevaron al templo. José era carpintero y no tenía mucho dinero, así que ofreció en nombre del niño un par de pichones.
Ahora bien, en ese tiempo en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, que era justo y devoto a Dios. El Señor le había revelado que no moriría sin antes ver al Rey Ungido, llamado Cristo, lo que significa, “ungido”. Cierto día, el Espíritu del Señor lo movió para que fuera al templo. Cuando llegó, vio a José y María con el niño Jesús. El Espíritu del Señor le dijo a Simeón: “Este niño es el Cristo prometido”. Y Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora Señor, ya puedes despedir a tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que ilumina a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Cuando José y María oyeron esto, se quedaron maravillados. Simeón les dio su bendición en el nombre del Señor y le dijo a María: “Este niño está destinado a causar la caída y el levantamiento de muchos en Israel, y a crear mucha oposición; y a ti, una espada te atravesará el alma”. Después de mucho tiempo, ya sabes cómo esto se hizo realidad; ¡fue cuando María vio a su hijo morir en la cruz!
Mientras que Simeón terminaba de hablar, una ancianita llegó. Su nombre era Ana, una profetisa a la que Dios le hablaba. Pasaba mucho tiempo en el templo adorando a Dios, día y noche. Ella también como Simeón vio a través del Espíritu del Señor que el niño era el Cristo el Señor, y le dio gracias a Dios por su gracia. Así que, en años tempranos en la vida de Jesús, Dios reveló a algunos que el niño sería el Salvador de su gente y de todo el mundo.